jueves, 1 de marzo de 2012

Demasiado pronto y para no volver

La casa estaba en silencio. La rutina de sus amigos transcurría intacta, lo de siempre, sin embargo en medio de tanto ruido se oía también un mutismo aturdidor. Faltaba algo en la vida de todos, aunque hasta el momento no lo reconocían. A veces los destinos fatales nos sorprenden súbitamente.

La familia había viajado para la operación. Pero ellos, ni siquiera sospechaban lo que pronto sucedió, porque no había motivos para imaginarse lo peor, porque jamás se les hubiese ocurrido perderlo para siempre.

Para siempre… es una frase aterradora, nos instala en la impotencia, en la resignación, en una espera interminable y sin sentido.

Había perdido gran parte de su salud y con ella, toda esa energía que llevaba a cuestas.

Aunque no le prestemos demasiada atención, la salud gobierna nuestro cuerpo y a su vez nuestras posibilidades de existir. La salud es una jueza inexorable que tiene el poder de condenarnos a perpetua, incluso repentinamente.

El reloj se iba robando sus latidos, segundo a segundo, minuto a minuto, lágrima a lágrima. Y poco a poco la vida, esta vida cruel e inentendible, se devoró su juventud, sus pocas primaveras, sus furiosas ganas de vivir.

Su salud tuvo una curiosa manera de empeorar y luego de tanta lucha, de tanta fuerza, de tanto golpe al corazón, la certeza resultó ser la peor de las posibilidades, el peor mundo posible.

No existía rincón de esta Tierra que lo aparte del infierno y al oír la noticia, el dolor desbordó a toda su gente. La enfermedad, la maldita enfermedad, no tenía cura.

¿Cómo se explican esas cosas que aniquilan? ¿Cuánto pesa el dolor?

Llegó el momento de recibir el impacto y ahí estaban sus amigos, sus amigos de siempre, sus hermanos, entre gritos y llantos, pretendiendo entender lo inentendible, esperando oír que todo era una broma terrible, pidiendo que les quiten el dolor, con la mirada perdida en esa puerta que él jamás volvió a cruzar. Ese amigo ya no estaba y nadie pudo convencerlos de lo contrario, porque cuando la muerte triunfa, la sentencia es irrevocable.

El pueblo se vestía de gris y olía a tristeza. La conmoción recorría las calles, mientras fluía el desenlace fatal por los oídos de sus vecinos. Y las golondrinas, suspendieron su cantar. Alguien se había ido demasiado pronto y para no volver.

Sólo quedó la ausencia y el dolor, un dolor gigante, un dolor que jamás cabera en palabras, un dolor indescriptible, incalculable, insoportable.

Y a partir de aquel abismo, nunca falta ese momento del día en que los invade el recuerdo, ni esas lágrimas a las tantas de la madrugada cuando se reproduce nuevamente su ausencia. Como un reencuentro con las cosas lindas del pasado, como un abrazo intangible que les permite seguir.

Tampoco faltan las marcas en la piel y en el alma y las canciones que, a la luz de la luna, le piden a gritos que vuelva mientras el viento se roba los acordes de un dolor.

Desde aquel instante, siempre hay una estrella incandescente en el cielo que brilla más que todas las demás, transmitiéndoles una fuerza invisible a todos aquellos que no paran de extrañarlo.

Se fue el hijo, el hermano, el amigo y su hipotético viaje hacia ningún lugar provocó en las entrañas de los que más lo amaron un abismo eterno, un estigma imborrable, un recuerdo indestructible y además una casa, todavía y para siempre, en silencio.

lunes, 23 de mayo de 2011

Panorama de un domingo en invierno.

Eran alrededor de las tres de la madrugada de un domingo tedioso, insulso como los anteriores. Encendí un cigarrillo e inmediatamente supe que era el momento de sentarme a escribir, de escupir lo mágico y a la vez traumático que fue no ser igual a la mayoría, pero tampoco diferente.

El calendario marcaba el inicio del invierno, los abrigos y el café. Acto que, de alguna manera, me inundaba el ventrículo derecho. Sentía en mi cuerpo el peso de la semana que había transitado días antes, harta del bromuro y las cadenas carbonadas, y por supuesto de aquella que nuevamente estaría por comenzar. Supuse que no sería simple, me aturdía la experiencia y los años, me aturdía, por sobre todo, el cansancio.

Las agujas del reloj se burlaban de mi insomnio, mientras que las canciones de amor conspiraban en mi contra. Tenía frío y lo extrañaba, aún más que las noches anteriores.

Segundo café de la noche, cuarto y último cigarrillo. El desvelo me arruinaría el lunes, lo sabía, pero de cualquier manera no pude dormir.

Me calcé la bufanda y la mochila, comencé a caminar con ganas de volar lejos, pero fueron dos cuadras para la parada del quinientos, las zapatillas dos números más chicas, cuatro o cinco bostezos, sesenta y cinco centavos en un bolsillo descocido. Eran ya cerca de las siete de la mañana, horario en que daba exactamente lo mismo caminar por la vereda o por el medio de la calle sin transitar. Pisaba con bronca los restos del otoño, como si las hojas fueran culpables de mi sutil predilección por el desastre. Oía concentrada los latidos inquietantes del silencio y algo me zumbaba interiormente, aunque no pude descifrarlo con exactitud.

Quizás, es aquello por lo que no he dormido, eso por lo que cada domingo me desvelo, un sonido interno por el que no me cansaré de gastar letras.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Carta hacia ningún lugar...

La ausencia, el vacío, la falta de, el recuerdo y sobre el peso que eso conlleva, la eterna incertidumbre, la vulnerabilidad y de nuevo el vacío.

Te fuiste y en el aire, una fuerza misteriosa de esas que rigen la vida me impidió que te abrace.

Te eclipsaste físicamente, te redujiste a la nada. Pero tu esencia, tu esencia es tan poderosa que sigue intacta entre nosotros, los que te amamos.

Estás presente pero no podemos abrazarte, te sentimos pero algo nos impide verte. Maldita contradicción. Te extraño.

No sé a dónde te fuiste, nadie lo sabe en realidad. Pero sin embargo estás acá y para siempre. Sos eterno, no en cuerpo sino en alma. Tu luz quedó encendida. Tuviste una sonrisa tan hermosa que nada ni nadie podrá borrarte jamás.

jueves, 13 de mayo de 2010

Esencia e improvisación.

Soy esto que no sabés ver: mezcla absurda de cielos y abismos, de silencios que aturden el alma. Conjunto de matices inquietos que garabatean el horizonte de mi vida y fantasías que no son más que eso, cobardes. Soy la aventura y el miedo, latiendo eufóricamente a la par. Esencia e improvisación. Descanso en el amor que no te supe dar y canjeo culpas por bocanadas de humo.

Acá estoy, luchando con la retórica para explicarte eso que yo tampoco entiendo, fabricando respuestas. Vistazo distorsionado que enreda itinerarios. Soy tristeza y contradicción del mismo modo que risa exagerada, no te confundas.

Y además, me encuentro en cada gota de lluvia ácida, en cada enigma existencial, en los libros que nadie lee y en las pinturas que nadie mira y en todas esas palabras que pretenden ser y buscan vehementes un futuro neologismo.

A su vez, coexisto en el unísono de cada ola destrozada y de las lunas llenas partidas por la mitad, en las copas de vino y en las tazas de café, tanto como en las madrugadas de otoño y en el paso del tiempo, discutiendo con las agujas del reloj. Me veo ir a todos lados y no estoy en ninguna parte.

Me eclipso, cada tanto, casi siempre, en el interior de los caminos de mi pueblo querido, olfateando el dulce aroma de la soledad, buscando lo de siempre, esperando encontrarte, esperando, esperando, en la espera, viviendo.

Pero muchas otras veces no estoy, no me busques, no intentes encontrarme, viajo lejos, muy lejos a una hoja de papel, me refugio en poemas sin sentido y me abrazo fuerte a cada uno de mis sueños.

miércoles, 14 de abril de 2010

La situación es la siguiente...


La situación es la siguiente: esta vez no se trata de mi aparente locura y mi sucesiva necesidad de poner el mundo en palabras. Esta vez es diferente. Es esa melodía existencial que nos inunda a su antojo. Sí, aquello que desde siempre llamamos lluvia.



Hoy abrí los ojos muy temprano, me desvelé más rápido que nunca y le fui fiel a mi ritual mañanero del café, aunque en seguida decidí volver a la cama a fascinarme con Benedetti.


No creo en supersticiones, pero de alguna manera me pone contenta haber sobrevivido al martes trece y al temporal nocturno que me maltrató en la calle.



Las gotas heladas de la lluvia parecen no hartarse y eso me produce una sensación hermosa, inexplicable. Es por eso que ahora mismo estoy acurrucada hasta el cuello, escribiendo estas palabras. Es por eso también que abandoné a Benedetti, claro que no literalmente.



¡Es un momento imperdible! Las personas no podemos ser tan orgullosas como para darnos el gusto de desaprovechar tamaño desastre natural, como para no admitir tanta belleza al unísono, para no permitirnos el placer de sentirnos vivos.



Soy una de esas personas que creen que la lluvia es algo más que un fenómeno atmosférico, que gotas de agua pura producto de un choque de exhaustos nubarrones que ya cumplieron su ciclo y deben empapar la ciudad porque la gravedad lo indica.


Considero que, además de lo orgánicamente natural, esconde un contenido indudablemente emocional. Es también un diluvio interno. Quiero decir con esto, que produce un escalofrío de conciencia, una aceleración al corazón, un sacudón al ser humano. Lo que podría llamarse vulgarmente nostalgia.



La lluvia nos instala en la habitación de la melancolía, nos revoluciona la monótona rutina, nos hace concientes de que al salir al exterior vamos a mojarnos y eso nos producirá frío e incomodidad seguramente y, detrás de aquellas sensaciones, pretende recordarnos que somos esclavos de la existencia, que estamos vivos y tenemos la responsabilidad de sentirnos de esa manera.

sábado, 3 de abril de 2010

La ambigüedad de la distancia.

Era un día de enero, lo recuerdo por el sol ardiente que maltrataba mi palidez. Estábamos veraneando en familia, no puedo citar exactamente el nombre del lugar, pero sí el mar furioso y las grandes masas de arena excitada, la muchedumbre que paseaba el rostro con una risa feliz y supuse que el cuerpo con el alivio que les provocaba la falta de obligaciones por sólo diez días y la pena de saber que pronto vendría un año de trabajo duro.

Yo tenía apenas unos jóvenes trece años y creía que no iba a poder vivir sin la sonrisa de aquel muchachito poco mayor que ya hacía un año que me robaba más lágrimas que nadie. A esa edad, el mal de amor es una situación límite: ¡Los adultos deben entenderlo de una buena vez! Y uno desparrama la arena con bronca, con odio, con una inmensa tristeza y siente que el mar no tiene sentido si él no se acurruca al lado a mirar la luna y todas esas cosas que nos hacen idealizar las películas de amor. Pero claro, nos resistimos a entender que tanta pasión y romanticismo le pertenece sólo a las ficciones y también, con el tiempo, lo dura que puede llegar a ser la vida real. Y ahí es cuando aparece la angustia, la falta de esperanzas, las pocas ganas de vivir.

En fin, el punto es que yo estaba tirada en la orilla del mar, tratando de entender por qué no podía estar con el chico de mis sueños y demás cursilerías universales, cuando descubro inesperadamente que una profunda mirada venía vehemente hacia mí. Y entonces, yo concentro mis pequeños ojos miel en los del morocho bronceado que parecía comprender mi absurda melancolía infantil y nos pusimos a conversar en silencio, como saben las pupilas. Supe que se llamaba Juan- tenía facciones de Juan- y necesitaba urgentemente contención. Comprendí enseguida que me pedía a gritos que lo abrace y sentí muchas ganas de hacerlo, para que entienda que lo entendía, que yo también extrañaba desesperadamente a alguien. Pero me contuve, porque no era un drama de Shakespeare, sino un instante de pura realidad y me iban a catalogar como desquiciada. Entonces Juan me sonrío con la ternura de un hombre que hacía rato había abandonado la inocencia y yo respetuosamente le devolví esa mueca avergonzada e inmediatamente los ojos se me empaparon de lágrimas que debía contener. Sabía que era la primera y última vez que lo iba a ver en mi vida y la sensación era realmente insoportable.

Tenía trece años, estaba en la orilla del mar y acababa de comprender que la distancia, en la mayoría de los casos, no se trata de eternos kilómetros, sino que es virtual e irónicamente cercana.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Impulso barato.

Los sueños despavoridos corriendo por las venas de un alma que a veces pierde la esperanza. Las letras revoloteando en la cabeza exhausta que no aprende a dormir. La esencia, las entrañas arañadas. El reloj, la vida, este otoño. Todo eso y más también. Un pasado egoísta que sacude cada tanto una historia que pudo ser inmensa y hoy se redujo a un cigarrillo tras otro, que se consume tu respiración. La más cercana distancia. Las ganas, las ganas de, como dice Joaquín. La obsesión de escribir mil verdades suspendidas entre los huesos. El polvo de los libros y las páginas amarillas. Las rosas secas, también. Esa maldita imposibilidad que se transforma de a ratos en una gran frustración. Y de nuevo la vida, junto a la insoportable necesidad de mirarte a los ojos y entonces gritarte todas esas cosas que ya sabés y no puedo decirte.